Todos en nuestra condición de bautizados estamos llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. En el mensaje final de D.A los obispos nos recuerdan las palabras imperativas de Jesús ‹‹Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo›› (CF.Mt28, 19). Es muy clara la invitación de Jesús a ser, y a hacer de todas las gentes seguidores y no sólo seguidores sino también discípulos y misioneros del Reino.
Es por esto que debemos ser coherentes con el don que hemos recibido en el Bautismo; donde el que nos llama a ser discípulos nos invita a ser misioneros, independiente de nuestro estado. El Bautismo nos invita a ser santos en la práctica y a procurar a otros que lo sean. Dios que nos ha dado por los meritos de su pasión, muerte y resurrección la entrada a una vida nueva en Cristo, nos pide encarecida mente por medio de la Iglesia reunida en Aparecida, que reavivemos el espíritu que hemos recibido por medio del Bautismo, y que esa santidad que hemos recibido se haga presente en nuestro ambiente cotidiano.
Nos enfrentamos a un mundo globalizado donde no sólo se ha globalizado la economía la ciencia y la técnica, sino también la insatisfacción. La realidad es para muchos un infierno donde sólo sobrevive el más fuete o más “vivo”, parece que el mal se cerniera de manera exorbitante en un mundo olvidado y desentendido de la verdad, es decir, de la vida de gracia. A menudo vemos como nuestros pueblos caminan por sendas de injusticia, desamor, mediocridad, mentira, política deshumanizada, y apertura sin condición al mudo de los sentidos. De forma muy relevante percibimos el arte, vemos como va haciendo de las suyas, desligada de la moral y del arte como tal, dirige su fin a arrastrar el espíritu y no elevarlo que es su fin original. Los artistas, en una gran mayoría, sobre todo los que tienen más acogida entre los adolescentes parece que sólo les interesa vender y captar un público ignorante y sobre saltado por su etapa de adolescencia donde poco se piensa y mucho se siente. Aristóteles[1] decía si me dieran a escoger entre la política y el arte para dominar el mundo, elegiría el arte, pues ella maneja masas. Los cambios que ingresan a nuestras culturas, a raíz de la globalización aceleran los procesos de formación, produciendo una especie de indigestión emocional y de costumbres, dando paso a un relativismo creciente donde todo es bueno y no hay una verdad absoluta sino que todo puede ser bueno, todo depende de la óptica subjetiva y egoísta que tengamos y, como consecuencia lógica un sin sentido existencial. Se escucha a diario de asesinatos, robos, violaciones, guerras, desplazamientos, exclusión laboral, social etc. Es como sí, a la vez que se globaliza el progreso se generalizara también la maldad. Éstas y muchas otras realidades que no he mencionado viven hoy nuestros pueblos latinoamericanos.
A pesar de esta situación tan compleja la iglesia continua anunciando el mensaje de vida que Cristo ha manifestado a su Iglesia; sin olvidar por esto las sombras que se mantienen. Entre ellas muy notable es «el crecimiento porcentual de la iglesia no ha ido a la par con el crecimiento poblacional. En promedio, el aumento del clero, y sobre todo de las religiosas, se aleja cada vez más del crecimiento poblacional en nuestra región»[2].
Es natural que este panorama de nuestra realidad nos genere incertidumbre, y surge sin remedio la pregunta que Tomas hizo a su maestro “¿Cómo vamos a saber el camino?” (Jn 14, 5) es fulminante la respuesta de Jesús a nuestra incertidumbre: “Yo soy el camino la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Este debe ser el punto de partida para que cada hombre anuncie la buena nueva de la dignidad humana, la buena nueva de la vida, la buena nueva de la familia, la buena nueva de la actividad humana y la buna nueva de los recursos naturales. Pues «en realidad, tan sólo en el misterio del verbo encarnado se aclara verdaderamente el misterio del hombre. Cristo, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta propiamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación»[3]
Por lo tanto, nosotros como bautizados bebemos generar procesos de cambio, desde Cristo y en Cristo, de modo que se valore cada una de las etapas de la vida humana y así también hacernos conscientes de nuestra responsabilidad cristiana y no tener más niños delincuentes, abuelos frustrados, adolecentes suicidas y demás. El Papa Benedicto XVI en su discurso inaugural en Aparecida nos decía. «Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano»[4].
Pero esto no es tan sencillo como decirlo, se requiere santidad y vida de abnegación y sacrificio en todos los aspectos de ella, de tal manera que, podamos ser ‘alter Cristus’, configurándonos con Él en todo sentido, respondiendo a su voz que nos llama por nuestro nombre (cf. Jn 10, 3).
Jesús es muy claro en afirmar: “Donde yo esté estará también el que me sirve” (Jn12, 26). “El cristiano corre la misma suerte del Señor incluso hasta la cruz”. Este configurarnos con Cristo nos hace aptos para anunciar el Evangelio del Reino.
La santidad, que es el fruto de abrazar el camino de Cristo no puede ser una fuga de la realidad hacia un intimismo, es todo lo contrario, se trata de adentrase en la realidad y hacer surgir en ella las realidades divinas presente en nuestro espíritu por la semilla del verbo que hemos recibido en el Bautismo, pues dice San pablo en la carta a los corintios “ustedes son una carta de Cristo redactada por ministerio nuestro y escrita no con tinta sino con Espíritu de Dios vivo” (2 Co 3,3). Es la unidad en un mismo Espíritu la que nos hará interesantes para el resto del mundo, por lo tanto debemos procurar la armonía, es decir, la convivencia fraterna.
Es muy lógico que para ser uno, como Cristo lo dejó en su testamento de amor, compartamos un mismo ideal y alimentemos nuestro espíritu de un mismo alimento «La Eucaristía, participación de todos en un miso Pan de vida y en un mismo Cáliz de salvación, nos hace miembros de un mismo cuerpo. Ella es fuente y culmen de la vida cristiana, su expresión más perfecta y el alimento de vida en comunión. La Iglesia que la celebra es casa y escuela de comunión donde los discípulos comparten la misma fe, esperanza y amor al servicio de la misión evangelizadora»[5]. Nuestra Iglesia Católica es la obra maestra en la que Cristo por medio de su Espíritu Santo, mantiene la unidad de los fieles con las parroquias, de las Parroquias y Comunidades Religiosas con las Diócesis y de las Diócesis con la Santa Sede, desde donde el Papa como cabeza visible une en el querer de Cristo los caminos de salvación para todos los creyentes; debemos pues respetar y obedecer con docilidad a quienes se les ha encomendado esa tarea.
Esta unidad de los cristianos debe manifestarse también en el ecumenismo religioso con las diversas religiones y de forma muy especial con las denominaciones cristianas que confiesan la fe en el Padre el Hijo y el Espíritu Santo.
El querer de Cristo que fue ser uno con el Padre no se da si no tenemos un pueblo formado y convencido de lo que cree; no con ideas o religiosidad sino con certeza de que sólo en Dios está la verdad y la vida plena.
Para esto a de formarse a los padres de familia conscientes de que el hogar es donde la vocación cristiana se inicia. La formación de los presbíteros ha de ser en vías a dar razón de la vida cristiana y con especial interés de cuidar la familia, célula de la sociedad. Los presbíteros han de formarse en tres dimensiones fundamentales de la vida, como no lo recuerda aparecida, la dimensión humano comunitaria, espiritual, pastoral misionera e intelectual (cf. D.A n. 280). Donde puedan sentir la compañía de Cristo, que siempre estuvo con ellos en estos cuatro campos de la formación y, así puedan hacer del encuentro con los hermanos un encuentro con Cristo necesitado ya sea de conocimiento o de algún sacramento de salvación; para lograr esto ha de tenerse muy en cuenta que sólo haciendo encuentro con Dios, en la oración, se logrará fecundidad y frutos para la eternidad. Tenga cada discípulo a María como modelo, pues, «María, con su fe, llega a ser el primer miembro de la comunidad de los creyentes en Cristo, y también se hace colaboradora en el renacimiento espiritual de los discípulos»[6].
Nuestra Iglesia peregrina es misionera por naturaleza, por lo tanto a de procurarse a todo creyente que comprenda la necesidad de ser misionero en el lugar donde desarrolla la vida cotidiana, comunicando a todos la vida nueva y plena que en Cristo han recibido por el Bautismo. Este reconocimiento de la naturaleza de la Iglesia ha de suscitar en cada comunidad de creyentes el deseo de que otros conozcan a Cristo y este deseo nace sólo del encuentro con Cristo resucitado, por lo tanto procúrese en cada Diócesis un proyecto de pastoral donde se examinen las condiciones actuales de vida de la región concerniente a cada diócesis y se den soluciones a corto y largo plazo. Se debe pues promover la dignidad humana, denunciando todo aquello que aliena al hombre y anunciando la vida nueva y digna. En este campo de la promoción de la dignidad humana dese mucha importancia a los excluidos de nuestros días, como son los emigrantes o desplazados, los trabajadores que pierden sus empleos por falta de conocimiento de las nuevas tecnologías, las personas que habitan en las calles, los adictos a sustancias psicoactivas tanto en niños, jóvenes y adultos, pues este fenómeno no respeta ni clase social, ni edad. etc.
Tengamos pues presente lo que nos comunican los obispos en la V Conferencia episcopal latinoamericana. «No podemos desaprovechar esta hora de gracia. ¡Necesitamos un nuevo pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestra vida de “sentido” de verdad y amor, de alegría y esperanza! No podemos quedarnos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones a para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria del Señor de la historia, que Él nos convoca en la Iglesia, y que quiere multiplicar el número de los discípulos y misioneros en la construcción del Reino en nuestro Continente»[7].
Este es el llamado que Cristo, por medio de su Iglesia reunida en Aparecida nos da a conocer, aceptémoslo.
[1] Aristóteles.
[2] V conferencia episcopal latinoamericana en Aparecida-Brasil. A continuación se citará como D.A.
[3] Cf. congragación para la doctrina de la fe, carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, n. 2, 31 de mayo de 2004.
[4] Discurso inaugural de su Santidad Benedicto XVI. A continuación se citará como D.I.
[5] D.A n. 158.
[6] D.A n. 266.
[7] D.A n. 548.
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